martes, 7 de julio de 2009

EL PUDOR Y EL HONOR DE UN ESCRITOR

A la gente de la UNSA, gracias por todo chicos.

"Diego no sabe escribir de otra manera, no quiere escribir de otra manera. No le interesa escribir sobre vidas que no conoce, sobre conflictos que no son los suyos, sobre temas que no le duelen u obsesionan..."

Diego quiere ser escritor. Escribe una novela y crónicas semanales, que a veces son adquiridas por una revista de circulación nacional. En ellas suele escribir sobre su intimidad. No le interesa escribir sobre lo que no conoce o lo que no le toca el corazón.
Sólo escribe de lo que conoce, lo que ha vivido, lo que ha dejado una huella más honda en su memoria.
Al hacerlo, escribe también, es inevitable, sobre las personas que más influencia han tenido en su vida sentimental, con las que ha compartido alguna forma, apacible o peligrosa, de intimidad: sus padres, sus amigos, sus amantes, la gente que ha estado en su vida y ha dejado un recuerdo poderoso, imborrable en él.

Diego no sabe escribir de otra manera, no quiere escribir de otra manera. No le interesa escribir sobre vidas que no conoce, sobre conflictos que no son los suyos, sobre temas que no le duelen u obsesionan, sobre desconocidos imaginarios, personajes de cartón, criaturas sin alma que no despiertan ninguna emoción en él.

Diego siente que, como aspirante a escritor, tiene derecho a contar su vida, su intimidad, sus recuerdos más perturbadores.
No ignora que, al hacerlo, distorsiona su pasado, lo afea o embellece, lo corrompe y exagera, se inventa una vida ficticia que no ha vivido del modo más o menos afiebrado en que la narra, pero que tal vez le hubiera gustado vivir.
Por eso, la intimidad que cuenta en sus novelas y sus crónicas es la suya y no es la suya, porque se basa en su vida, pero no es, en rigor, la que ha vivido sino la que cree o recuerda haber vivido, que ya no es lo mismo, porque la memoria y el tiemp o conspiran minuciosamente contra la verdad, y la que luego escribe, fabula o fantasea a partir de esos recuerdos, termina siendo una cosa completamente distinta, mejor o peor, generalmente peor, de lo que en realidad vivió.

Sin embargo, muchas de las personas que, por culpa del destino o porque así lo han querido, han visto sus vidas confundidas con la de Diego -sus familiares, sus amigos, sus amantes, sus compañeros de trabajo- creen que no tenía derecho a contar esas cosas tan privadas, aquellos secretos más o menos inconfesables, unos asuntos contrariados o felices, que, piensan ellas, pertenecían al ámbito de su intimidad y que, al recrearlos y publicarlos en la forma de una novela o una crónica, él ha expuesto indebidamente, faltando al pudor, a la discreción y al respeto a una sacrosanta privacidad que esas personas sienten que ha sido violentada, traicionada y, peor aún, falseada, porque, en efecto, las cosas que cuenta Joaquín no son como ellas las recuerdan sino como él, arbitraria y caprichosamente, se ha inventado.

Desde que publicó la primera hasta la última de sus crónicas, a Diego le han hecho ese reproche, le han enrostrado aquel reclamo airad o: “No tenías derecho a contar mis intimidades”.
Se lo han dicho, en tono más o menos áspero, en público o en privado, sus padres, algunos de sus familiares, las mujeres a las que amó, ciertos parientes de esas mujeres, sus amantes reales o imaginarios, los amigos que perdió, las mujeres a las que intentó amar, el primer hombre con el que hizo el amor, los hombres con los que actualmente hace el amor.
Esas personas han sentido que Diego, en su afán obstinado de ser un escritor, las ha traicionado, ha asaltado y saqueado, con espíritu desalmado de corsario, los tesoros más valiosos de su intimidad, aquellos secretos mejor guardados, sus peores miserias y vergüenzas, y que se ha convertido por eso en un pirata y un traidor, en un refinado asaltante de intimidades. Diego nunca sabe qué responder cuando le hacen ese reproche.
Por lo general dice secamente: “Un escritor tiene que contar su vida”. Entonces es frecuente que algunas de las personas afectadas le digan: “Pero estás contando mi vida sin pedi rme permiso”. Joaquín, si tiene valor, tal vez responde o quisiera responder: “Pero tu vida o tu intimidad, cuando se cruza con la mía, es también mi vida o mi intimidad”.
Después, cuando se queda a solas, a menudo abatido por la culpa, se plantea una cuestión ética que no le parece simple a primera vista:
¿Quién es más dueño de aquella intimidad compartida, el escritor impúdico que la airea o las personas que tuvieron la suerte o la desdicha de conocerlo y enredarse con él?
¿Qué derecho debería prevalecer, el del escritor a contar su vida y por consiguiente las de aquellas personas que estuvieron, por azar o por elección, en su vida, o el derecho de esas personas a proteger sus secretos y su intimidad?
¿Tienen derecho aquellas personas a censurar al escritor en nombre de sus miedos, sus pudores, su sentido de la discreción y el honor?
¿Tiene derecho el escritor a contarlo todo, sus secretos y los de otros, en forma de ficción o, sin artificios ni trucos literarios, como memorias personales, aun a riesgo o a sabiendas de que, al hacerlo, provocará vergüenza, malestar o incomodidad en algunas de las personas expuestas o retratadas muy a su pesar?

Diego cree que un escritor no puede aspirar a construir una obra más o menos estimable ni original si impone sobre sí mismo, sobre su apetito creador, sobre su instinto artístico, sobre sus corazonadas literarias, la censura moral que muchos, sin comprender la naturaleza misma del oficio, le exigen: que no deberá nunca, en ningún caso, inspirarse en las personas que más influencia han tenido en su vida sentimental, que no deberá retratarlas ni exponerlas en su obra, que no deberá robarles sus secretos mejor guardados ni apropiarse de su intimidad, que no deberá saltar sobre ellas, en sus ficciones, crónicas o memorias, como un pirata ávido de tesoros escondidos. Diego cree que la buena literatura tiene que ser impúdica y transgresora, indiscreta y aguafiestas, osada e impertinente, y que los más grandes escritores, o los que él más admira, han sido=2 0formidables asaltantes de la intimidad (incluso de la intimidad de algunas personas que no conocieron, que vivieron en otro tiempo, una intimidad que se inventan impunemente sin cambiarles el nombre siquiera, con la licencia legítima de que toda novela histórica tiene más de novela que de historia) y que esos grandes artistas siempre se han servido, porque no podían evitarlo, de sus recuerdos más íntimos y desgarrados, que inevitablemente bordean, rozan y se entremezclan con la intimidad de aquellas personas que conocieron, para, usándolos como materia prima o combustible explosivo, encender el fuego sagrado de la literatura y echar a arder honores, reputaciones, decoros e imposturas de toda clase.

Diego cree por eso que aquel antiguo conflicto ético entre el derecho de un escritor a contar su vida (en forma de ficción o directamente de memorias) y el derecho de otras personas a proteger su intimidad, impidiendo que el escritor cuente su vida, sólo puede ser zanjado del modo en que triunfen, ante todo, el arte, la belleza y la más insolente verdad (o la oscura y quebradiza verdad que es la que se resigna a contar el escritor), y en que fracasen así las conspiraciones del silencio, de la chatura moral, del falso honor y las mentiras en el armario o bajo la alfombra, que son las que pregonan los defensores de esa curi osa decencia social que el escritor, si lo es de verdad, se verá obligado a dinamitar, aun a riesgo de quemarse las manos y el honor.

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