lunes, 28 de septiembre de 2009

ALGUIEN DE VERDAD

A Lucia, Renato y Mariano, por ejercitar mi trisexualidad.

De seguro ya te diste cuenta que se me chorrea el helado, cabrón. De seguro a ti también se te chorrea, por que a mi no me engañas, cariño, ese aretito coquetón y esas pulseritas multicolores de tu brazo izquierdo ya te vendieron,




El jueves pasado conocí a Lucia. La verdad es que desde ese día no puedo dejar de pensar en ella, en su culito, en sus tetitas redonditas de escolar carretona del Fanning, en su sonrisa golosa; cierro los ojos y me veo junto a ella, fingiendo ser mas hombre de lo que soy, aunque tengo que aclarar que estoy atravesando por la etapa más heterosexual de mi vida, pero a pesar de todo siempre me hez complicado dármelas de macho. Mis manos en su cintura, sobre sus nalgas, acercándola a mi pelvis, manteniéndola sobre mi; recuerdo sus manos exploradoras ingresando temblorosas debajo de mi jean, palpando mi sexo erecto, haciéndome una pequeña paja. ¡Qué buena estuvo esa paja, Lu! Por eso hoy escribo estas líneas, para que las lea, para que sepa que regresaré y para contarle que desde ese bendito jueves, en ese antro subterráneo y maloliente al que pienso volver siempre con tal de volvérmela a encontrar, me la corro sagradamente tres veces al día pensando en ella, en sus contorsiones y en las cosas sucias y deliciosas que hicimos luego, en ese hotel de putas de la avenida Alfonso Ugarte, en el que me enseñaste que a pesar de todo aún puedo ser hombre, que contigo y solo contigo puedo ser un hombre de verdad.

El viernes salí con Renato, mi amigo y a veces, mí secreto amante. Sí ese, el coquerazo que le gusta cachar duro. ¡Qué suerte tienes Rena, a mi no se me para parchado! No le conté lo de Lucia. Y no es que le tenga miedo, pues sé que no es celoso, además tiene novia y no tendría derecho a reclamarme por los polvos de desfogue que me meto una vez al mes con alguna putita ebria y fumona que recojo de por ahí; lo que pasa es que Renato es un arrecho de mierda y no perdona a nadie, y si no me creen, pregúntenles a sus empleadas. Segurito que va a querer que se la presente y en menos de una hora, y tiene con qué, terminará por quitarme a la ricotona de Lucia, a mí Lucia, que debe ser una sabida de primera y que por supuesto, entenderá que lo que mejor le conviene es salir con Renato, que es lindo y tiene carro, que conmigo, que no soy lindo y que tampoco tengo carro (y que haciendo cálculos rápidos, no lo tendré muy pronto). Lo que me gusta de salir con Renato es que nuestra mayor diversión es quedarnos en su cuarto, subir al máximo el volumen de su modernísima radio (que yo presiento que esta viva) y fumarnos todos los tronchos que nos sean posibles, calatos sobre su cama. No tomamos licor, solo agua a veces (y de caño), por que la marihuana, y esto lo saben todos los que la han probado, que entiendo, son la mayoría de personas que se toman el tiempo de leerme, te produce una sed bárbara. Ni a mi ni a Renato nos gusta el licor. Claro, lo tomamos cuando estamos en la obligación sexual de hacerlo, por ejemplo el jueves en donde tuve que emborracharme al lado de Lucia para después tirármela, pero jamás solos. El licor me vuelve idiota, pavo, huevón, en cambio, la marihuana me vuelve listo, avispado y maricón, eso sobre todo, un mariconcito lindo que le cae a todo el mundo, un maricón dispuesto a todo, como le gustan a Renato. Ninguna salida con Renato es igual. Siempre esta inventando cosas que hacer, siempre tiene una nueva droga que meternos, una manera distinta de hacer el amor o una nueva película porno que ver. Por eso quiero a Renato, por eso creo, que nunca seremos abogados, ni hombres de verdad.

El sábado amanecí en casa de Renato. Estaba reventadazo. Eran casi la una de la tarde y seguíamos tirados sobre la cama. Me fui en silencio, tratando de no despertarlo. Me cagaba de hambre. Salí para Larco a comerme algo y luego me fui a casa con la intención de seguir durmiendo. Cuando llegué encontré mi casa hecha un jolgorio: la radio a todo volumen, en la sala tres enormes maletas, en el comedor, sentados y conversando a gritos mi vieja, mis tíos y una señora y un jovencito que creía conocer o que recordaba de alguna parte. Eran, luego lo supe, mi tía Carmen que había llegado de España y su hijo, con el que, según mi vieja, fui enormemente feliz cuando era niño. Cuando me decían esto, pensaba que seguramente este primo mío fue mi primer amor, que seguramente jugamos a la mamá y al papá (entiéndase que lógicamente yo fui la mamá), pero realmente no lo recordaba. No está nada mal el chibolo, pensaba. Era alto, flaco, blancón, ojitos caramelo (como casi toda mi familia, excepto yo, claro está), de cabellos negros y parados y con pinta de que se le estaban cayendo y que a los veinticinco no tendría ninguno. Lo salude tímidamente, seguramente era mayor que yo. Escuché en silencio y algo ruborizado las palabras de mi tía, que no se cansaba de recordarme lo grande que estaba, lo gordo que me había puesto y de decirme lo mal que me quedaba mi nuevo look, algo intelectualon, y yo pensaba, la pinga también me crecido tía, y si supieras como, cualquier día te agarro borracha y te la zampo. Mariano, mi primo, me observaba en silencio. De seguro ya te diste cuenta que se me chorrea el helado, cabrón. De seguro a ti también se te chorrea, por que a mi no me engañas, cariño, ese aretito coquetón y esas pulseritas multicolores de tu brazo izquierdo ya te vendieron, pensaba yo. Pero alguien tenía que romper el hielo, y ese tenía que ser yo. Si es que le quería romper el culo a mi primito Mariano, primero tenía que romper el hielo, era un sacrificio. Lo invite a mi cuarto, le dije que me aburría escuchar a la gente grande y que en mi cuarto podríamos escuchar música o entrar a la computadora. Aceptó. Fuimos a mi cuarto y le dije que podía usar la computadora o cualquier cosa de mi cuarto, excepto mis calzoncillos, no reímos un poco. Hacer chistes estúpidos siempre ayuda a caerle bien a la gente. (Por lo menos en mi caso) Y en eso, recontra puta, recontra quinceañera arrecha, me fui quitando la ropa frente a él. Quería ver su expresión, quería gozar de su nerviosismo. Total, al fin y al cabo somos primos y él no vería nada en mí cuerpo que ya no haya visto antes en sí mismo o en el cuerpo de otros hombres (Si se diese el caso de que fuese como yo, claro). Me quite incluso el calzoncillo y caminé calato por mi cuarto buscando, según yo, algo que ponerme. Me estas mirando de reojo, Marianin, ya caíste precioso, ya caíste, pensaba yo.
Le explique que no había dormido en casa, que casi no dormía ahí, así que podía usar mi cuarto cuando quisiera. Me preguntó donde me quedaba cuando no estaba en casa y le dije que donde Renato, un amigo. No le dije exactamente lo que hacíamos, (no en ese momento), no le dije tampoco que Renato la tenía enorme y que gustoso nos la metería a los dos si quisiéramos. Le dije que lo llamaría esta noche para salir los tres y me dijo, segurito mojándose, que no había problema. Me puse un short sin calzoncillo y me tiré a la cama. (Antes cerré la puerta con seguro. Mariano lo notó pero se hizo el huevón) Prendí la tele y le enseñe mi cartelera de DVD´s bamba. Le dije que escogiera la película que quisiera y el muy pendejo me escogió una porno.(Demostrando de esta manera que era mi primo) Porque eso si, me puede faltar la última de Harry Potter, me puede faltar Tarata, Mancora, la que chucha sea, pero nunca una buena porno, una de colegialas, que son las que me arrechan más. Lo felicité por su buena elección y comprendí que si no era una loca perdida como yo, por lo menos era un enfermo sexual que terminaría metiéndomela en cualquier momento, emulando a esas colegialas mamonas de la pela. La puse al toque. Me eché en la cama y Mariano se sentó a mi lado. Le dije que se echara pero no quiso, tampoco me importó insistirle. Puse play. Mariano se cagaba de risa, parecía que nunca había visto una porno. Yo solo miraba y una que otra vez me sobaba la pinga, recontra machazo, recontra cachero. Yo la tenía dura, la muy pendeja estaba asomándose por arriba del short. (Ese el problema de los cabezones) Le dije a Mariano que me haría una paja, le pregunté si le incomodaba y el muy pendejo se deschavo, me dijo que me la hacía él. No le dije nada, solo me recosté y me tape la cara para no verlo. Mariano cogió mi sexo y lo chupo suavecito (tenía experiencia el cabrón. Es mi primo pues, esta en los genes), le paso la lengüita juguetona por la cabecita, y yo solo pensaba en Lucia, como me gustaría que fueses tú la que me la estuviese chupando así, mi amor, como me gustaría ponértela en la boca y que te la comas toda, preciosa, eso, así bebita, así con la lengüita… y en eso, le di con todo en la boca de mi primo. (no fue mi intención, que conste ah). El pobre se tuvo que tomar todo, seguro que por compromiso. Y es que no es de buena educación escupir la leche de alguien que gentilmente se la deja chupar. Yo me cague de risa y pensé, que buen fin de semana he tenido, ojala que todos fuesen así, mi blog sería más piola, sería un blog de verdad.

Diego.

lunes, 14 de septiembre de 2009

LIMA SE PUDRE

Las líneas que aquí les presento, son , con algunas correciones, las primeras que escribí, hace ya tal vez cinco años, para mi primer borrador de novela que titulé, robandole un poco de creatividad a Almodobar, "Mi mala educación", cuyo final he ido postergando por todo este tiempo, por motivos personales y a veces inpersonales. Espero les guste.
Diego
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Con guantes, bufanda y con incontables prendas de abrigo, gran cantidad de ellas de lana, claro está, Paolo inicia el sacrificado recorrido diario hacia su escuela. Al salir, lo recibe el abominable olor a mar que se le cuela por la nariz, el funeral cielo limeño y una desmenuzada garúa que no hacen más que recordarle lo que repite con ahínco su abuelo, Lima es una isla que flota sobre caca. Y es que el Perú no hubiese podido tener una capital mas digna de ser suya que Lima.

Lima representa, sin duda, al Perú. Lo representa en todos sus sentidos, pero sobre todo en los peores. Está rodeada por un mar lleno de heces que vomitan sus alcantarillas a diario. Heces más peruanas que la papa, que el maíz morado, que el mismísimo Señor de los Milagros. Heces que traslada en una encomiable labor el río que habla. ¿Pero qué hablará? Que hablará si no eso, lo que traslada: Mierda. Y es normal, porque es limeño. Porque los limeños han sido criados en eso, y quizá en menos que eso. Y Dios no pudo ser más justo, piensa Paolo, porque nos eligió al conquistador y fundador más acorde, a un conquistador que estaba familiarizado con la miseria: un semianalfabeto criador de cerdos. Quizá en ese entonces comenzó la maldición de Lima, quizá por eso hoy, se venga de los descendientes de ese viejo chanchero.

Lima se pudre, dice Paolo hablando solo. Casi siempre lo hace. Habla solo porque quizá no tiene con quien hacerlo o porque simplemente esta loco. Pero cuando lo hace, se imagina siempre hablando mal de Lima, del Perú, de su gente, de algunos miembros de su familia, de sus amigos, de él mismo incluso. Y al hacerlo, va descubriendo que tiene mucho sobre que hablar y que a veces, pero solo a veces, resulta interesante lo que dice. Debería escribirlo, dice siempre en voz baja y tratando que nadie lo vea y piense que esta loco, porque talvez lo está, pero a él, que es prudente, no le interesa divulgarlo. Quizá pueda ser escritor algún día, se dice. Pero él sabe que se engaña. No puede siquiera concluir un párrafo sin destruir la gramática universal, que gratuitamente crea, nunca se sabe quien, pero que de por si ya esta bien destruida. Además, él no tiene opción frente a su familia. O es médico o cura. En casa, nunca hubo un escritor que por lo menos pueda avalar genéticamente esa fantasía suya. Y si escribiera, tendría que hacerlo sin duda alguna, sobre medicina o en todo caso traducir la Santa Biblia, a algún dialecto desconocido, y que claro, para eso, tenga que culminar cualquiera de las dos carreras que él aborrece, mas su familia idolatra. Paolo no quiere más problemas de los que ya el colegio y sus abuelos le dan, por ahora es mejor dejar de fantasear y acelerar el paso, que ya dan las siete y media, y se hace tarde.
Cruza por calles bombardeadas que a esta hora de la mañana casi siempre están mojadas. Ve madres atormentadas tratando de alistar en plena calle a sus descuidados y somnolientos hijos a los que arrean de cualquier manera hacia la avenida Brasil. Observa sin ganas, el presuroso trotar de hombres encorbatados, que olvidan algo en casa y que regresan presurosos, recordándole en el camino y gratuitamente, la madre a cualquiera que se le cruce por el frente. La tuya, piensa Paolo, mas no lo dice porque no se atreve y sigue avanzando. Ve con la indignación de un jardinero, a perros cagando por recién recortados y cultivados jardines y por donde les de ganas de hacerlo, aun con sus amos al lado que los contemplan complacidos, como si les causará cierto goce la evacuación intestinal de sus mascotas, como si con esto, también ellos aliviaran en parte sus problemas digestivos. Y piensa que quizá, en un futuro no muy lejano en el que prefiere no estar presente, la gente cagara con los perros en los jardines y que en vez de los letreros que llevan impresos sobre ellos: No orine. Tendrán que crear otros que lleven escrito: No cague.
¿Cómo un diluvio no los desaparece? Se pregunta Paolo, nuevamente en voz baja. Paolo odia a los perros, pero odia más a sus amos. Los odia por criarlos, alimentarlos, bañarlos y hasta besarlos. Tal vez Paolo les tiene celos, pero él se defiende diciendo siempre que existiendo tanto niño pobre y abandonado en este miserable país, estos imbéciles andan manteniendo a un parasito que come más de lo ingiere un pobre niño de esos, en días y en algunos casos hasta en semanas. Debería haber tiendas de niños pobres, piensa y sonríe. Y no es mala idea. Debería en Lima, implantarse la moda de comprar niños pobres y engordarlos. Ensebarlos hasta no poder mas, y luego realizar una competencia entre familias ricas, y que el ganador sea, quien mantenga más niños pobres y así y solo así, dejarían de existir los pobres en el Perú, piensa Paolo, que conoce muy poco de justicia social.

lunes, 7 de septiembre de 2009

"EL COJO Y EL LOCO" (EXTRACTO EN EXCLUSIVA DE LA NUEVA NOVELA DE JAIME BAYLY))

(Extracto de “El cojo y el loco”, la nueva novela de Jaime Bayly, publicada hoy por la editorial Alfaguara).


El loco no nació loco. Nació feo y tartamudo y eso le jodió la vida y terminó por volverlo loco.

No todos los feos y tartamudos se vuelven locos, pero el loco nació con un talento natural para la locura y para hablar de una manera tan violenta y atropellada que nadie podía entenderlo, así que estaba en su destino que nadie lo entendiera y ser por eso un loco y no un loco cualquiera sino uno del carajo, un loco memorable, el loco más enloquecido de una ciudad llena de locos como Lima.

Casi todos los padres dicen que sus hijos son lindos y encantadores, pero los padres del loco, cuando lo vieron nacer, quedaron asustados por lo feo que era y por lo espantosos que sonaban los alaridos que lanzaba. No parecía un bebé nacido para ser feliz, parecía un amasijo peligroso de rabia y fealdad, un bicharajo hediondo, peludo y pingón que movía los pies como queriendo patear a todo el que pudiera y lloraba de una manera entrecortada, anunciando su brutal tartamudez.

Era el primer hijo de don Ismael y doña Catalina y había sido concebido con amor, pero no por eso les pareció menos feo y odioso. Lo odiaron desde la primera vez que lo vieron y lo siguieron odiando cuando creció y siguió gritando y pateando y rompiendo todo y cuando empezó a hablar en ese idioma fragmentado y frenético que parecía haberse inventado para joder a todo el mundo y en el que nadie podía entenderlo.

Podía perdonársele que fuera tartamudo, pero además era feo, antipático, chillón, peludo y peligroso como una tarántula, y sus padres se sentían avergonzados de haber procreado a una criatura que, a los ojos de cualquiera, resultaba horrenda e insoportable de mirar.

Como era previsible, don Ismael y doña Catalina vengaron ese primer fracaso inesperado teniendo cinco hijos más, cinco hijos que les salieron guapos y bien hablados, cinco hijos que borraron esa mancha oprobiosa que era el loco, y procuraron alejarlos todo lo posible del primero y más fallido de sus hijos, al que entregaron al cuidado de las empleadas domésticas y al que, para no afearse la vida o para no recordar ese fracaso genético, trataban de ver lo menos posible.

El loco supo desde muy niño que sus padres no lo querían, que sus hermanos no lo querían, que las empleadas que lo cuidaban tampoco lo querían ni le tenían paciencia y le jalaban las orejas y le decían groserías a escondidas, sin que oyeran los patrones. El loco supo que era un estorbo, un asco, un fastidio para todos, sólo que al comienzo no entendía bien por qué nadie lo quería, si por tartamudo o por feo o porque le crecían pelos por todas partes y parecía una araña venenosa.

El loco no iba al colegio porque era más bruto que una pared de cemento y no entendía nada y nadie lo entendía a él. Sus padres contrataron a un profesor particular para que le enseñase a leer y escribir y sumar y multiplicar, pero el loco era una bestia redomada y no aprendía un carajo y cuando le hablaba al profesor no se sabía si lo estaba insultando o halagando o si estaba pidiéndole permiso para ir a cagar. Lo raro era que el loco no se empantanaba con las palabras, no era un tartamudo normal, al loco las palabras le salían tan atropelladamente que se montaban unas sobre otras y terminaba diciendo en una palabra incomprensible lo que había pensado decir en tres o cuatro. Era una ametralladora verbal, disparaba las palabras como balas o cartuchos y estallaban en la cara de quien hiciera el esfuerzo de escucharlo y entenderlo, un esfuerzo que siempre resultaba inútil, porque a veces ni el propio loco entendía lo que había dicho o querido decir.

Para hacer la historia corta, los primeros dieciocho años de la vida del loco fueron una mierda pura. No fue al colegio, no tenía amigos, sus padres lo odiaban y lo escondían de los invitados, era un grano purulento que le había salido en la cara a la ilustre familia Martínez Meza, un grano al que había que aplastar o tapar con una cinta adhesiva para que, en lo posible, nadie viera, porque don Ismael y doña Catalina no entendían cómo, si se querían tanto y tiraban tan rico, podían haber engendrado a una criatura tan espantosa como su hijo primogénito, el loco peludo tartamudo.

Cuando se dieron cuenta (y esto no tomó mucho tiempo), de que el loco no tenía cura y era más bruto que un buey de carga (pero menos sumiso que un buey de carga y sin aptitudes para cargar nada), sus padres decidieron que no valía la pena tratar de educarlo, reformarlo, adecentarlo o hacerlo menos impresentable, simplemente se resignaron a que habían parido a un esperpento, como quien se tira un pedo o eructa ruidosamente, y decidieron que lo mejor era esconderlo hasta que fuera mayor de edad y luego mandarlo al extranjero para que hiciera su vida lejos de ellos y sus cinco hijos guapos y bien hablados, que no veían al loco como su hermano sino como un accidente desafortunado al que era mejor ignorar, como quien pasa manejando en su auto y ve un choque y prefiere no mirar los cuerpos ensangrentados y mutilados en la autopista.

El loco creció solo, ensimismado, hablando consigo mismo en unas palabras que nadie podía entender. Vivía con sus padres en un apartamento de tres pisos en la avenida Pardo de Miraflores, pero dormía en los cuartos del servicio doméstico, con las empleadas y el chofer y el guachimán y guardaespaldas de don Ismael, y estaba explícitamente prohibido de participar de cualquier reunión social o familiar, incluyendo la cena de navidad o los cumpleaños de sus padres o hermanos. Esto al loco no le parecía raro, anormal, abusivo o injusto porque así fue toda su vida y ya desde muy chiquito comprendió que él era distinto, que era loco, bruto y feo y que lo natural era que lo encubrieran, que lo hicieran invisible, que tuviera esa vida clandestina, asolapada, en el área del servicio, como si fuese el hijo de don Ismael y una de las empleadas domésticas. Catalina, su madre, trató de quererlo, hizo esfuerzos por encontrar algo de ternura o compasión en ella, pero el loco era más feo que una cucaracha (pero bastante menos listo) y solo babeaba, se sobaba la pinga, se rascaba los pelos que le salían de las orejas y la nariz, se buscaba los mocos que enseguida llevaba a la boca, era un crío tan horripilante, sucio y acojudado que resultaba imposible quererlo, incluso para su madre.

Tonto como era, resultó sin embargo precoz en las cosas del sexo, y ya a las once años le habían crecido una verga de proporciones y un matorral de vello púbico que el loco se andaba sobando y refregando todo el día en los cuartos del servicio doméstico en los que malvivía entre las sombras y los colchones estragados de las empleadas. Lo que el loco no sabía decir con palabras, porque le salían torcidas, bastardas, lo sabía decir con la pinga. Todo el día andaba con la pinga parada y mirando las tetas y los culos de las empleadas y haciéndose unas pajas demenciales, al tiempo que pronunciaba palabras impregnadas de calentura, de rabia, de impaciencia hormonal, palabras por supuesto ininteligibles, pero que una de las empleadas supo descifrar: el loco estaba ardiendo por tirar y si no le mojaban la pinga se iba a volver un loco malo y terminaría matando a alguien, quizás a una de ellas. Esta mujer, Juana, que andaba ya en sus cuarentas y se había convertido a la religión mormona, no era particularmente agraciada, pero tenía tetas, culo y vagina, y eso era suficiente para enardecer al loco y despertar sus más bajos instintos. No fue por deseo sino por pena que Juana, la mormona, accedió a masturbar un día al loco, que se le apareció con la verga erguida y al aire, y desde entonces ya no pudieron parar, el loco por arrechura desenfrenada y Juana porque como buena mormona tenía que sacrificarse sirviendo a sus semejantes y amando al prójimo, en este caso al loco pajero y pingón que se le metía al cuarto de noche y le pedía una paja más. Lo que comenzó como una paja pasó luego a una mamada (y entonces fue cuando el loco comprendió que a pesar de todo podía ser feliz: nada era objetivamente más placentero que meterle la pichula en la boca a una mujer desdentada) y terminó con Juana montándose a horcajadas sobre el loco arrecho y cabalgando sobre él, mientras escuchaba unas palabras que parecían dichas en latín, pero era el loco masticando y entreverando “que rica estás, chola pendeja”, de tal manera que sólo se escuchaba algo así como “que-ri-tás-cho-la-ja”, palabrejas que calentaban a Juana, la mormona mamona.

Una noche, los gritos de éxtasis del loco fueron tan desaforados que don Ismael se levantó de la cama, sacó la pistola y la linterna y terminó entrando al cuarto del servicio e iluminando a su hijo que culeaba con Juana, la mormona. Enterada de que su hijo, el loco tartamudo, andaba copulando con las cholas del servicio, doña Catalina tuvo un ataque de pánico (que entonces no se conocía como ataque de pánico sino como patatús) y ordenó que Juana fuese despedida y que el loco arrecho de su hijo fuese enviado de inmediato a la hacienda que tenían en Huaral, a cuatro horas en auto al norte de Lima, y se quedase a vivir allí. Su esposo Ismael estuvo de acuerdo y dio instrucciones para que las mujeres que trabajaban en su hacienda no se acercasen al loco, porque sabía que terminaría metiéndoles la pichula a todas las campesinas del valle y a las gallinas y ovejas en caso de extrema necesidad. Fue así cómo el loco, con apenas doce años, dejó de vivir en Lima y fue expulsado a la hacienda de sus padres en Huaral, donde lo trataban como si fuera un peón mas, obligado a levantarse al alba y a cumplir con las faenas del campo, que él sabía cumplir sin quejarse, aunque sobándose la pinga a cada rato.

(“El cojo y el loco”, Jaime Bayly, Alfaguara, 2009).

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