jueves, 30 de julio de 2009

¡SOY UN ASESINO!.

A mi suegra, con todo el odio del mundo.

¡Coño, no me puede estar pasando esto!, me dije molesto. Tenía que vengarme, ninguna persona o animal puede morderme el culo y vivir para contarlo. Me paré algo adolorido y aprovechando la ausencia de mi novia, fui en busca de la fiera...


Mi relación con los animales nunca ha sido la mejor, por supuesto que con los personas “pensantes” tampoco, pero la principal diferencia entre ellos es que con los humanos me puedo acostar y solucionar cualquier tipo de diferencias o problemas y con los animales no (o por lo menos hasta ahora no lo he intentado y creo que tampoco tengo ganas de hacerlo). Creo también que los animales, sobre todo los gatos, son infinitamente más inteligentes que yo. Su mirada desafiante me resulta sumamente intimidante. Ni siquiera esforzándome podría alcanzar a igualar las habilidades de un gato, con esto no quiero que piensen que los admiro, yo no admiro ni quiero a ningún animal (tal vez por eso tengo muy bajo autoestima), todo lo contrario, les temo, los odio y hago todo lo humanamente posible para mantenerlos alejados de mí y de mi territorio. Eso lamentablemente, no es algo que mi novia y mis ex novias entiendan, pues juraría que quieren a sus animales mucho más que a mí y por lo tanto me obligan a estar cerca de ellos exponiéndolos a mis patadas, escupitajos y cuanta maldición me sea posible conjurarles.
De niño era para mi un deporte decapitar pollitos o bañar en el inodoro a gatitos recién nacidos, pero ya de grande y con mucho menos escrúpulos, descubrí que eliminar animales indefensos era mi verdadera vocación. Muchos creerán que soy malo, y es verdad, lo soy, pero no digo esto para parecerlo aún más si no para tratar de justificar, desde el punto de vista psicológico, la gravísima falta que cometí la semana pasada. Falta de la que no me siento arrepentido del todo, y digo esto pese a que mi confesión podría agravar mi actual estado de reo contumaz. Pero como todo para mí tiene una explicación lógica (y lo que no tiene pues se le inventa), en las siguientes líneas paso a explicarles mi versión de los hechos.
Mi novia tiene una madre y una perra. Las dos son pequeñas y viejas. Las dos me odian. Por supuesto que yo he aprendido a odiarlas con el mismo fervor que ellas me odian a mí. No sé con seguridad, quien de las dos me odia más, pero de lo que sí estoy seguro es que yo las odio a las dos de la misma manera (y esto lo hago para no causar celos entre ellas). He descubierto que de las dos la más valiente y osada es la perra, pues al verme me ataca con sus ensordecedores ladridos y una que otra vez se atreve a mordisquearme la pantorrilla, en cambio mi suegra solo atina ha hablarle mal de mí a su hija y a casi toda su parentela, cuando no me encuentro presente. Lo único que se atreve a hacer esa distinguidísima señora, es a mirarme con furia y a enviarme dolorosas indirectas. Ella cree que me duelen y yo que soy un buen yerno, intento que a si parezca, con el solo propósito de que pueda ser feliz en estos años, que imagino serán los últimos que pasará entre nosotros.
La perra de mi suegra, y dejo constancia de que me refiero a su mascota, parece estar adiestrada para hacerme la vida imposible, pero esto a mi novia por supuesto le tiene sin cuidado, pues siempre tiene una explicación para su mal carácter. Mi suegra casi nunca esta en casa, pero eso no importa, ella, no dudo que valiéndose de encantamientos y hechicerías, ha adiestrado a su animal para que en su ausencia me mantenga lo más alejado de su hija que fuera posible. Esto me irrita, pues me quita la posibilidad de besarnos y tocarnos a nuestro antojo aprovechando que estamos solos.

El lunes pasado, que climáticamente para mí fue maravilloso (una lluvia torrencial completamente literaria), no lo fue tanto laboralmente. Acababa de llegar de unas prolongadas vacaciones y esto en vez de tenerme en cierto modo relajado, me daba pánico pues me imaginaba todo el trabajo acumulado que tendría sobre la mesa. Fue un día terrible, no solo para mí si no también para todos los que tuvieron que soportarme. Pero había algo que por lo menos me mantenía cuerdo: a las seis de la tarde en punto tomaría un taxi e iría a ver a novia después de casi un mes. Imagínense como estaba. Solo un hombre podría comprenderme, aunque no dudo que una lesbiana también. Nada podría arruinar ese encuentro, excepto su madre claro, pero esta no estaba. Perfecto, decía yo. Pasé por una farmacia y luego le dije al taxista que no pare hasta Jesús Maria (y también le dije: “ponte desodorante”, al estilo Príncipe del Rap). El tráfico alargo la espera y me lleno de ansiedad. Entiéndanme, ¡Casi un mes sin ver a tu novia! Solo y aburrido en un hotel provinciano, rodeado de habitaciones en donde probablemente estaban haciendo el amor salvajemente y yo, resignándome a ver porno en televisores chapuceros, tocándome frenéticamente.
Llegué y de inmediato subí. Las escaleras se me hicieron interminables, y es que subir siete pisos con mi peso actual, puede resultar toda una proeza. Toqué y me abrió ella. Estaba preciosa, en buzo y descalza, esto por supuesto que causó cierta rigidez en alguna parte de mi cuerpo, pero que supe disimular con un casi inadvertido movimiento de mano. Luego nos comenzamos a besar como si no nos hubiésemos visto en años, yo ya imaginaba el excitante desenlace, cuando de pronto, sobre mis nalgas sentí unos pequeños incones que no podían ser causados por las manos de mi novia, pues estas estaban ocupadas cogiendo una zona algo prolongada de mi cuerpo. Fue casi instantáneo, pero yo sentí que la penetración era interminable. Di un grito y me sacudí y tras de mi empezaron los desesperantes ladridos de la maldita perra de mi suegra, que acababa de morderme. Estuve a punto de llorar, pero la vergüenza pudo más. Aunque yo sentí que la perra se había llevado un trozo de mi culo entre los dientes, traté de disimular ante mi novia que había perdido toda la fogosidad por dedicarse a buscar algodón y alcohol para curarme.
¡Coño, no me puede estar pasando esto!, me dije molesto. Tenía que vengarme, ninguna persona o animal puede morderme el culo y vivir para contarlo. Me paré algo adolorido y aprovechando la ausencia de mi novia, fui en busca de la fiera. La encontré oculta en las cortinas del balcón, parecía saber que lo que acababa de hacer le iba a costar caro. Seguramente vio en mis ojos todo el odio contenido que he guardado en mi corazón siempre y que no he tenido el placer de demostrárselo a nadie. La muy cobarde trató de huir, pero ya era muy tarde su sentencia de muerte estaba firmada. Sin darle tregua a que emita un ladrido más, corrí hacía ella como lo hubiese hecho el mejor delantero de fútbol de mundo y mi pierna derecha se desplazo directamente a su abdomen. Realmente fue una patada descomunal, la perra solo pudo dar un pequeño quejido y antes de que yo pudiese hacer algo, empezó a dar vueltas sin sentido y acrobáticas muy cerca del balcón, para luego desplomarse al vacío y bajar los siete pisos del edificio de una manera muy particular. No pensé que podría caerse, realmente no era mi intención empujarla, tal vez si lo era matarla, pero no de esa manera tan cruel y tan poco convencional. No pasó más de dos segundos para que pudiese oil su aterrizaje. Yo estaba helado e inmóvil cuando escuché a mi novia acercarse, de inmediato notó en mi cara que algo no andaba bien, yo solo señalaba el balcón con el dedo. Lo que pasó después es difícil de explicar. Mi novia y mi suegra me acusaban del asesinato, yo me defendía, pero era consiente de que no me creerían. A nadie le interesaba que tuviese la retaguardia herida, a nadie le importaba que yo hubiese actuado en defensa propia por eso, quisiera que la perra de mi suegra se pudra en el infierno. (Ahora si dejo constancia de que me estoy refiriendo a la mamá de mi novia)

lunes, 20 de julio de 2009

DOS COSAS QUE NO OLVIDARÉ

"Eran aproximadamente las seis de la tarde cuando en mi estomago empezó a suscitarse una serie de procesos digestivos difícil de explicar, que concluyeron en la emanación ininterrumpida de flatulencias olorosísimas..."

He pasado dos semanas de ensueño en Arequipa, Juliaca, Puno, Cuzco, Puerto Maldonado y Abancay. No fueron días perfectos, pero sin duda serán inolvidables; y es que la perfección, a veces, suele resultar aburrida. No sé sinceramente de que manera llegué a tantos lugares, no sé como pude ser reclutado para tan aguerridas labores, siendo yo, en la actualidad, una persona aburrida sin la más mínima sensación aventurera. Pero me lo propusieron y sin pensarlo (como siempre) acepté. No sería difícil: hablar un poco valiéndome de la facilidad innata que tengo de engañar a las personas, contándoles historias improbables, utópicas y jactanciosas. Gracias a eso lo hice, lo hice más o menos bien. Los clientes, que son al final los que pagan y financian mis gustos tal vez excesivos, quedaron satisfechos o al menos eso me hicieron creer, y yo que soy un tonto, por supuesto les creí.
He traído plasmadas en mi memoria, que esta haciendo una labor extenuante para retenerlas, cientos de historias que le iré contando estas semanas. Historias de toda índole, incluida la sexual por supuesto. Pero ahora, antes de todo, quisiera dejar para la posteridad un manual con las dos cosas mas importantes, por lo menos para mí, que deben ser tomadas en cuenta antes de realizar cualquier tipo de viaje o desplazamiento territorial, sea al interior o al exterior de la demarcación nacional.

Primero:
Nunca viajes a ninguna parte, es mas, recomendaría ni siquiera salir de casa, cuando se anuncia un paro nacional de setenta y dos horas. Es una irresponsabilidad, un suicidio planificado. Así tus ansias por buscar la paz y el relajamiento fuera de la hacinada Lima sean grandes y tu oferta de trabajo estipule que si no viajas ese mismo día no hay viaje, no lo hagas, por tu bien no lo hagas. No confíes en tus instintos de supervivencia, ¡no sirven! No creas que tu sabiduría capitalina podrá engatusar a la ignorancia provinciana y podrás escapar fácilmente de las trabas que estos pongan para hacer sentir su malestar por la indiferencia con la que el gobierno de turno los trata.
Es un error verlos por sobre el hombro, yo lo cometí, por eso invoco a que nadie mas lo cometa. Pensé que siendo yo un limeñito cultivadito podría convencer, con algo de dinero adicional claro, a los campesinos y mineros de Juliaca para que permitiesen pasar al bus en donde me trasladaba a la ciudad de Puno. Los campesinos juliaqueños, que son hombres valientes e incorruptibles, no lo permitieron y valiéndose de palos piedras y fuego, nos hicieron pagar caro nuestra osadía de ofrecerles dinero por sus conciencias. Esto me hizo admirar la integridad moral de esas personas, que a pesar de pertenecer al sector de pobreza extrema, a ser el sector de la población que soporta desde siempre las temperaturas que yo solo soporté esa noche (-12 grados centígrados) y que estuvieron a punto de llevarme al más allá, no permitieron siquiera, que osara sacar mi billetera. Yo estaba dispuesto a darles lo que me pidieran, además no solo era yo, estábamos todos los pasajeros del bus, la mayoría turistas japoneses y americanos que se desplomaban a las pistas desmayados por el frío y la altura (4800 MSNM). Las acciones que tomaron son hasta cierto punto de vista reprochables y deleznables, pero fue nuestro castigo por no respetar el paro y quedarnos en nuestro hotel, y además, siendo esto lo más grave, ofrecerles dinero por hacerse de la vista gorda y permitirnos pasar a la siguiente ciudad. Nos obligaron a caminar nueve horas hasta Puno, en esa altura y con ese frío por supuesto que no fue fácil. Me faltaba el oxigeno, mi nariz emanaba cantidades incalculables de sangre y el frío me doblaba en dos. No estoy exagerando, fue así como paso. La historia de los turistas fue peor, algunos se caían y ninguno se preocupaba en levantarlos, era caminar o quedarte pues a esa temperatura por tan solo descansar cinco minutos podías morir de hipotermia. Nunca olvidaré esa experiencia pero tampoco tengo ganas de revivirla, por ende Puno estará siempre descartado de mi guía de viajes.
Segundo:
No tomes más de quince Coca Colas antes de viajar dieciocho horas. Es mas, debería recomendar que nadie tome quince Coca Colas ni ningún otro tipo de bebidas gaseosas en esa cantidad. Es por eso que presiento que no viviré mucho, pues además de ser adicto a otro tipo de vicios, soy adicto a la Coca Cola y en Cuzco y Puno esta necesidad de agravó a limites sumamente peligrosos. A Cuzco llegué un viernes por la noche. No era la primera vez que lo visitaba, pero si era la primera vez que iba solo, por eso la experiencia fue única. Recorrí toda la ciudad, de palmo a palmo y fue así donde descubrí lo cara que está la marihuana en Cuzco, pero esa es otra historia.
Los gastos adicionales en Puno, (atención medica, medicinas, calefacción, hospedaje decente, etc.) procuraron una reducción considerable de mi presupuesto, pues no estaba previsto quedarme tantos días en ese inclemente departamento, pero al llegar al Cuzco aun contaba con una cantidad importante de dinero que me permitió degustar en diversos restaurantes la sabrosa comida de la que tanto me han hablado. Ese fue otro error. Comer en exceso esa comida exquisita, pero desbordante de grasas, condimentos, mejunjes y solo Dios sabe cuantas partículas fecales. Todo eso lo hice horas antes de enrumbarme en un viaje de dieciocho horas a Puerto Maldonado. Al subir al bus, a eso de las dos de tarde, no tuve ninguna sintomatología que pueda predecir el espectáculo vergonzoso que protagonicé luego. Eran aproximadamente las seis de la tarde cuando en mi estomago empezó a suscitarse una serie de procesos digestivos difícil de explicar, que concluyeron en la emanación ininterrumpida de flatulencias olorosísimas, todas las horas restantes del viaje, causando la indignación justificada de los demás pasajeros, a las cuales me sumé yo por supuesto, fingiendo un malestar exagerado y tratando por todos los medios de encontrar al culpable. Estas secreciones gaseosas fueron milagrosamente silenciosas y estas, suelen decir algunos, son las mas poderosas no solo en olor si no también en propagación. Este temor recurrente de ser descubierto por algún cauto pasajero no me permitió conciliar el sueño en casi las dieciocho horas que demoró el destartalado bus en llegar al último destino trazado en mi aventurero mapa.
Es lógico que la ingestión de tantas gaseosas a diario deba de estar causando algún tipo deterioro estomacal o intestinal en mi organismo, por eso y además porque no quiero volver a pasar por el penoso trance de intoxicar a personas inocentes con los gases que salen expulsados por entre mis nalgas, prometo (aunque es difícil, si no imposible, que alguien a estas alturas confíe en mis prometas) que no volveré a tomar un Coca Cola más. Será difícil, lo sé. Pero me resulta aún más complicado contener flatulencias en mi horadada espalda baja.

martes, 7 de julio de 2009

EL PUDOR Y EL HONOR DE UN ESCRITOR

A la gente de la UNSA, gracias por todo chicos.

"Diego no sabe escribir de otra manera, no quiere escribir de otra manera. No le interesa escribir sobre vidas que no conoce, sobre conflictos que no son los suyos, sobre temas que no le duelen u obsesionan..."

Diego quiere ser escritor. Escribe una novela y crónicas semanales, que a veces son adquiridas por una revista de circulación nacional. En ellas suele escribir sobre su intimidad. No le interesa escribir sobre lo que no conoce o lo que no le toca el corazón.
Sólo escribe de lo que conoce, lo que ha vivido, lo que ha dejado una huella más honda en su memoria.
Al hacerlo, escribe también, es inevitable, sobre las personas que más influencia han tenido en su vida sentimental, con las que ha compartido alguna forma, apacible o peligrosa, de intimidad: sus padres, sus amigos, sus amantes, la gente que ha estado en su vida y ha dejado un recuerdo poderoso, imborrable en él.

Diego no sabe escribir de otra manera, no quiere escribir de otra manera. No le interesa escribir sobre vidas que no conoce, sobre conflictos que no son los suyos, sobre temas que no le duelen u obsesionan, sobre desconocidos imaginarios, personajes de cartón, criaturas sin alma que no despiertan ninguna emoción en él.

Diego siente que, como aspirante a escritor, tiene derecho a contar su vida, su intimidad, sus recuerdos más perturbadores.
No ignora que, al hacerlo, distorsiona su pasado, lo afea o embellece, lo corrompe y exagera, se inventa una vida ficticia que no ha vivido del modo más o menos afiebrado en que la narra, pero que tal vez le hubiera gustado vivir.
Por eso, la intimidad que cuenta en sus novelas y sus crónicas es la suya y no es la suya, porque se basa en su vida, pero no es, en rigor, la que ha vivido sino la que cree o recuerda haber vivido, que ya no es lo mismo, porque la memoria y el tiemp o conspiran minuciosamente contra la verdad, y la que luego escribe, fabula o fantasea a partir de esos recuerdos, termina siendo una cosa completamente distinta, mejor o peor, generalmente peor, de lo que en realidad vivió.

Sin embargo, muchas de las personas que, por culpa del destino o porque así lo han querido, han visto sus vidas confundidas con la de Diego -sus familiares, sus amigos, sus amantes, sus compañeros de trabajo- creen que no tenía derecho a contar esas cosas tan privadas, aquellos secretos más o menos inconfesables, unos asuntos contrariados o felices, que, piensan ellas, pertenecían al ámbito de su intimidad y que, al recrearlos y publicarlos en la forma de una novela o una crónica, él ha expuesto indebidamente, faltando al pudor, a la discreción y al respeto a una sacrosanta privacidad que esas personas sienten que ha sido violentada, traicionada y, peor aún, falseada, porque, en efecto, las cosas que cuenta Joaquín no son como ellas las recuerdan sino como él, arbitraria y caprichosamente, se ha inventado.

Desde que publicó la primera hasta la última de sus crónicas, a Diego le han hecho ese reproche, le han enrostrado aquel reclamo airad o: “No tenías derecho a contar mis intimidades”.
Se lo han dicho, en tono más o menos áspero, en público o en privado, sus padres, algunos de sus familiares, las mujeres a las que amó, ciertos parientes de esas mujeres, sus amantes reales o imaginarios, los amigos que perdió, las mujeres a las que intentó amar, el primer hombre con el que hizo el amor, los hombres con los que actualmente hace el amor.
Esas personas han sentido que Diego, en su afán obstinado de ser un escritor, las ha traicionado, ha asaltado y saqueado, con espíritu desalmado de corsario, los tesoros más valiosos de su intimidad, aquellos secretos mejor guardados, sus peores miserias y vergüenzas, y que se ha convertido por eso en un pirata y un traidor, en un refinado asaltante de intimidades. Diego nunca sabe qué responder cuando le hacen ese reproche.
Por lo general dice secamente: “Un escritor tiene que contar su vida”. Entonces es frecuente que algunas de las personas afectadas le digan: “Pero estás contando mi vida sin pedi rme permiso”. Joaquín, si tiene valor, tal vez responde o quisiera responder: “Pero tu vida o tu intimidad, cuando se cruza con la mía, es también mi vida o mi intimidad”.
Después, cuando se queda a solas, a menudo abatido por la culpa, se plantea una cuestión ética que no le parece simple a primera vista:
¿Quién es más dueño de aquella intimidad compartida, el escritor impúdico que la airea o las personas que tuvieron la suerte o la desdicha de conocerlo y enredarse con él?
¿Qué derecho debería prevalecer, el del escritor a contar su vida y por consiguiente las de aquellas personas que estuvieron, por azar o por elección, en su vida, o el derecho de esas personas a proteger sus secretos y su intimidad?
¿Tienen derecho aquellas personas a censurar al escritor en nombre de sus miedos, sus pudores, su sentido de la discreción y el honor?
¿Tiene derecho el escritor a contarlo todo, sus secretos y los de otros, en forma de ficción o, sin artificios ni trucos literarios, como memorias personales, aun a riesgo o a sabiendas de que, al hacerlo, provocará vergüenza, malestar o incomodidad en algunas de las personas expuestas o retratadas muy a su pesar?

Diego cree que un escritor no puede aspirar a construir una obra más o menos estimable ni original si impone sobre sí mismo, sobre su apetito creador, sobre su instinto artístico, sobre sus corazonadas literarias, la censura moral que muchos, sin comprender la naturaleza misma del oficio, le exigen: que no deberá nunca, en ningún caso, inspirarse en las personas que más influencia han tenido en su vida sentimental, que no deberá retratarlas ni exponerlas en su obra, que no deberá robarles sus secretos mejor guardados ni apropiarse de su intimidad, que no deberá saltar sobre ellas, en sus ficciones, crónicas o memorias, como un pirata ávido de tesoros escondidos. Diego cree que la buena literatura tiene que ser impúdica y transgresora, indiscreta y aguafiestas, osada e impertinente, y que los más grandes escritores, o los que él más admira, han sido=2 0formidables asaltantes de la intimidad (incluso de la intimidad de algunas personas que no conocieron, que vivieron en otro tiempo, una intimidad que se inventan impunemente sin cambiarles el nombre siquiera, con la licencia legítima de que toda novela histórica tiene más de novela que de historia) y que esos grandes artistas siempre se han servido, porque no podían evitarlo, de sus recuerdos más íntimos y desgarrados, que inevitablemente bordean, rozan y se entremezclan con la intimidad de aquellas personas que conocieron, para, usándolos como materia prima o combustible explosivo, encender el fuego sagrado de la literatura y echar a arder honores, reputaciones, decoros e imposturas de toda clase.

Diego cree por eso que aquel antiguo conflicto ético entre el derecho de un escritor a contar su vida (en forma de ficción o directamente de memorias) y el derecho de otras personas a proteger su intimidad, impidiendo que el escritor cuente su vida, sólo puede ser zanjado del modo en que triunfen, ante todo, el arte, la belleza y la más insolente verdad (o la oscura y quebradiza verdad que es la que se resigna a contar el escritor), y en que fracasen así las conspiraciones del silencio, de la chatura moral, del falso honor y las mentiras en el armario o bajo la alfombra, que son las que pregonan los defensores de esa curi osa decencia social que el escritor, si lo es de verdad, se verá obligado a dinamitar, aun a riesgo de quemarse las manos y el honor.